El sueño de los insomnes

José Urriola



Tú le dijiste yo soy insomne, insomne grave; y ella dijo qué casualidad, yo también. Y a ti te gustó, te gustó un montón, porque estaba buenísima, porque tenía un culo como para montar una casa y quedarte a vivir dentro, y, sobre todo, porque siempre has creído en esas estupideces de que la gente es especial porque oye la misma música que tú, porque le gustan los mismos libros, les fascina la misma película que a nadie más y porque sufren de las mismas taras que tú.

La siguiente vez que le hablaste fue para confesarle que tenías varias semanas sin poder dormir de tanto pensar en ella. Que tu mujer estaba preocupada, que no sabías qué mentira inventarle, que además le estabas confensando todo esto a ella ahora mismo con el máximo respeto y sin dobles intenciones: que yo sé que tú eres casada y que ni de vaina nos meteríamos ninguno de los dos en un lío así, eso lo tengo clarísimo. Estabas seguro de que así lo exorcizabas todo, te lo sacabas de adentro y de encima. El insomino se te parece tantísimo a la locura que a lo mejor te tomabas un revulsivo y lo terminabas vomitando todo como en una mala resaca. Lo dijiste desesperado, con las manos sudorosas, la barriga fría y con la mandíbula tembleca, tanto que te mordías la lengua al tratar de hablar. Ella te miró con esos ojos sin fondo, con esa mirada que siempre miraba otras cosas que estaban en otra parte, y te dijo: pues yo estoy harta de que te me sientes en la cama todas las noches y no me dejes dormir. Y tú te quedaste callado, porque no tenías palabras ni ideas y la verdad es que todo hubiera sido una idiotez menos quedarte callado. Así que ante tu silencio ella siguió solita y te dijo eso mismo que estabas esperando pero que hubieras preferido que nunca te dijeran: esto se arregla en un solo sitio, la cama.

Quedaste (bueno, quedó ella y tú asentiste) en que se encontrarían el miércoles a las 4 en La Paraulata, una fuente de soda cerca del motel Alabama, de allí se irían a pie las dos cuadras hasta la habitación donde habrían de matar esa culebra por la cabeza. Una vez en la recepción, pagaste, te dieron la llave de la 401 y el control remoto del televisor. El ascensor está al fondo a la izquierda, cuando acaben (hincapié en “acaben”) dejen la llave y el control en la caja de madera que está frente al ascensor, dijo la mujer de la recepción cuya boca estaba coronada con un bigote impresionante.

Apenas cruzaste el umbral la besaste con toda la boca abierta y le metiste la lengua hasta los senos paranasales, diste un taquito a la puerta y la cerraste sin dejarla respirar. Le metiste mano por debajo de la blusa, la tocaste por encima de las pantaletas, le mordiste el lóbulo de las orejas y le lamiste el cuello. Fuiste tan torpe que chocaron los dientes y le clavaste un comillo en el labio; ella se reía y te decía qué bruto que eres, cabrón. Cosa que te gustó y que te puso el doble de bruto.

La desnudaste y te desnudó. Le hiciste todo eso que querías y luego ella te preguntó que por qué no habías hecho aquello otro y tú le dijiste que porque la respetabas y ella te dijo pero es que yo estoy aquí es para que me irrespetes. Y tu cara de idiota fue el doble, si te la muestran en una foto no te reconoces.

Bueno, para ser la primera vez estuvo bien, estuvo rico, fue fuerte pero tampoco dirías que pirotécnico. Digamos que del 1 al 10 para ti fue un 7 (para ella, nunca le preguntaste por temor a la respuesta, fue un 9.5, cabrón, que si te lo llega a decir todavía estarías viviendo de esa renta). Caíste fulminado con la cara contra la almohada. Ella se echó a un lado, roja, sudada, despeinada. Compartieron algo parecido a un gruñido con una risa. Ella te lanzó un muslo sobre los tuyos y, así, empiernados y felices, se durmieron. Dormiste como hacía años no dormías, como si alguien te hubiera bajado el interruptor, o como si el dedo gigante de Dios, por fin, se hubiera apiadado de ti y te hubiera tocado en la frente: duerme ya infeliz.

Despertaste no sabes cuántas horas más tarde. Te dolía hasta el cuero cabelludo, pero era un dolor rico, estabas deliciosamente apaleado. Son las 11, carajita, en nuestras casas deben estar preocupados. Mierda, nos quedamos dormidos, dijo ella. Levantó el muslo y te zafó de la calidez de su entrepierna, se metió en la ducha y a ti te dio un poco de asco que lo hiciera sin chancletas, seguro que iba a agarrar un hongo o algo de eso que se coge en las duchas de motel; pero luego te dio ternura, te metiste con ella y la abrazaste por detrás, le diste besos en la nuca, el pelo, la espalda, le dijiste cosas al justo volumen para que no pudiera escucharlas y lloraste en silencio dos segundos de puro agradecimiento.

Le juraste que eso que había pasado en la 401 no volvería a pasar, que era para sacarse las ganas de los huesos, como un tratamiento altamente agresivo, una cirugía con quimioterapia para ese cáncer que era el insomnio. Se lo juraste por ti, por tu mujer, por ella y su matrimonio, por todos. Ella no juró nada. Cualquier cosa, si todavía necesitas una dosis más nos vemos el viernes a la misma hora y en La Paraulata, fue todo lo que dijo al ponerse los zapatos y salir con su bolso. Tú dejaste el control y la llave en la caja que había señalado la bigotuda.

Y a las 4.30 del viernes ya estaban otra vez en la 401 del Alabama, pero esta vez se besaron menos, se metieron menos mano. Ella se lanzó a tu lado y te recostó su hermoso culo al bajo vientre. Vamos a dormir un ratito que estoy muerta, dentro de una hora lo hacemos. Y a ti te pareció bien. Hundiste la nariz entre sus greñas, en ese momento juraste haber encontrado el olor de la felicidad que se parece tanto a la calma y te dejaste ir por fundido a negro, como una luz que se apaga con un dimmer.

Despertaron y eran pasadas las doce. Se vistieron a toda carrera, se besaron en el ascensor. Te juro que el martes sí que hay sexo, dijo ella. No te preocupes, estuvo bueno dormir, respondiste; y no fue por cortesía, lo dijiste del estómago.

El martes en la 401 te desnudó y la desnudaste, te dio un beso casto en la punta y otro en los labios. Cerró las persianas y levantó las sábanas heladas. Vente para acá, dijo sin decir nada, golpeando el colchón con la palma de la mano para indicar dónde te quería. Te lanzaste, la empiernaste, descubriste una vez más lo bien que te acomodabas entre sus muslos, la precisión con la que la planta de sus pies reposaban sobre tus empeines. Un beso con poca lengua y a dormir, porque cualquier otra cosa hubiera arruinado el momento.

Pasaron tantos martes, tantos miércoles y tantos viernes como para descubrir que esas nalgas macizas y majestuosas eran la mejor almohada que tu cabeza hubiera conocido jamás. Tantos como para que ella se asegurara de que podía conciliar mejor el sueño si te sujetaba suavemente el pene en una pinza que formaba entre su índice y su pulgar o colocando ambas palmas recostadas de tu barriga. Los osos de peluche siguen existiendo después de grande, te decía al despertar.

Fueron tantos martes, miércoles y viernes (más algunos jueves) como para que la recepcionista bigotuda te dijera: Si pagan la semana completa les sale más barata, pero ustedes deciden.

Alguna vez lo volvieron a hacer, lo hacían como quien se toma un ansiolítico, como el somnífero que sólo se toma de cuando en vez, en caso de emergencia, no fuera cosa que uno acabara adicto. Es que creo que hoy no voy a poder dormir. Vale, vamos a hacerlo un poco que seguro después sí que duermes. Y sí que se podía después, siempre se podía.

Un día, después de la ducha -que ya no daba asco ni necesitaba de chancletas- le preguntaste: ¿Tu marido no sospecha nada? Creo que sí, claro que sabe; igual que tu mujer, nadie es tan tonto.

Esa misma noche, apenas metiste la llave en la cerradura de casa supiste que tu mujer te esperaba al otro lado, sentada en la mecedora. No hizo falta un grito ni una lágrima. Tú estás durmiendo con otra, ¿verdad? Utilizó el eufemismo “dormir”, y precisamente eso fue lo que te dio tan hondo y te hizo mella.

Las maletas te las tenía listas. No hacía falta recoger nada ni prolongar el dolor. Te fuiste de casa con tus maletas y con la certeza de que volverías a poner un pie allí nunca más.

El martes no te apareciste en La Paraulata a las 4. Te esperó en la 401 ese martes, ese miércoles, el jueves y el viernes. Te esperó la semana siguiente, desnudísima en su mitad de la cama y con las sábanas desplegadas. Pero no fuiste.

Un miércoles en el que se te ocurrió por fin ir a explicarlo todo, fue ella quien faltó. Nunca más coincidieron. Ya lo sabes, los descompases son así de crueles.

Tú has vuelto a ser insomne. Estás tan rozando la locura como siempre, pero solo. Y te sientas a escribir estas cosas en segunda persona, como buscando exorcizarlo todo, sacarlo de dentro, vomitarlo, ponérselo encima a alguien más. Mañana a las 4 te darás una vuelta por La Paraulata, quién sabe.

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