Un motel en medio de la nada (fragmento)

Hensli Rahn



1. Había pasado catorce horas en la carretera y cuando llegué a Puerto Ayacucho la ciudad estaba apagada. Me metí en el primer hotel que vi abierto. Un cuartico de paredes texturizadas y techo de oficina. Lajas de material sintético subdivididas por listones de aluminio. El aire acondicionado te obligaba a encapucharte con la sábana, una sábana estampada de motivos ya sin color. Todo era humedad. Cierta geografía de moho coloreaba las paredes. El titubeo de la lámpara, un halo fluorescente guindado de una pared, me indujo al sueño total.

2. Una bola de vapor eructada en la cara. Esa es la consecuencia lógica, las mañanitas del Rey David, del pasar de una fosa temperada hacia la realidad regional.

No tenía idea de cómo iba a encontrarme con Maria. La última vez que hablamos, sentamos fecha y lugar. Pero luego mi celular murió y, oh Dios de los cielos, era el único lugar donde tenía anotado su número. Dos sordomudos perdidos en el eje ecuatorial.

Con el bulto sobre los hombros me eché al ruedo. Recorrí la avenida 23 de enero en dirección oeste, a mis espaldas tenía la redoma y como norte el Cerro Perico. En vez de subirlo –ya habría tiempo para eso–, doblé por la Río Negro hacia la Aguerrevere. Desayuné en una panadería atendida por un árabe de dos metros con guayas de oro. Un indigente indígena se coló en el sitio, se acodó al lado de unos clientes en la nevera de la pasta seca. El árabe dio algunos pasos detrás de la barra y entre dientes le dijo: como te vuelva a ver aquí te parto el hocico. La gente que estaba allí no oyó nada o pretendió estar caída de la mata.

Desde un teléfono público marqué a mi propio número celular. Se me ocurrió que cambiando el mensaje de la contestadora –estoy en el Puerto, en un hotel sin nombre que está en la 23 de enero, después del cementerio, antes de la redoma–, podríamos reencontrarnos con mayor rapidez. Después pensé que si alguien más me llamaba y oía aquel mensaje no entendería un sebillo.

Atravesé el Museo Etnológico de Amazonas y llegué a la Plaza Bolívar, copada de palmeras y bancos de acero enverdecido. La estatua ecuestre de Simón, una enorme fabulación congelada en mineral, absorbía con garbo toda la potencia de los rayos solares. Piedra negra bajo una piedra blanca. Cuando pienso en su astucia, en su lucidez militar, en el prisma de sus aforismos, siempre me pregunto si Bolívar fue capaz de prefigurar su propia muerte. Si oyó una voz que le murmuró el día o el lugar o la forma en que iba a dejar de respirar. O si pudo imaginarse la magnitud de su posteridad. Una posteridad laureada y vapuleada, investigada y usada ad infinitum. Y si lo hizo, ¿habrá quedado satisfecho por verse con fama, aunque infame?

Sin querer me quedé hipnotizado con la fachada de una pequeña iglesia. Alguien me tiró del brazo. Era un conocido de Caracas. En su franela resplandecía el logo de Helloween. Tenía el pelo más largo desde la última vez que nos cruzamos, y un poblado bozal de barba sin bigote. ¿Qué haces aquí, chamo? La voz le sonó pesada y gelatinosa, como si estuviéramos sumergidos en un tanque de agua. Mientras le explicaba mi plan, me presentó la mujer que estaba a su lado. Iba forrada en una braga con tela de paracaídas. La única abertura era un hexágono a la altura del pecho, por el que brotaban sus dos bituminosos senos. No sabía qué pensar, si mi amigo era un metalero con suerte o un actor porno en busca de material a lo largo del territorio. Dijo que en temporada trabajaba como guía en expediciones a los tepuyes. Le pregunté cuánto nos cobraría a Maria y a mí, con la esperanza de que dijera para los panas gratis, pero la cifra que dijo fue exorbitante. Nos despedimos y me quedé mirando la fachada de la iglesia un rato más.

Me senté en un banco y quince minutos después, torciendo el cuello hacia los lados, como abrumada por señales telepáticas, apareció Maria.

Nos fuimos a la posada que ella conocía. Una anciana nos abrió la reja. Pasamos el zaguán, pasamos la cocina, pasamos entre cuartos y baños, pasamos a través de la cortinilla que marcaba el fin del hogar. Se abrió un traspatio con cuartos adicionales y una especie de fuente en el centro. Parecía el plató contiguo al escenario principal de El Chavo del Ocho, donde tuvieron lugar tramas secundarias. Al fondo de éste podían verse quicios de puertas numeradas que nunca se abrían. Abrimos una de esas con la llave que nos dieron.

Tuvimos un atajaperros cuyo quid no fue otro que el dinero. Esto dio pie a un triatlón de pornografía, no sé si llamarla rural o de escasos recursos. El decorado: una vasta colchoneta sobre un paralelepípedo de cemento. Un ventilador chirriante.


3. Nos habíamos despertado al amanecer, con los gritos de algunos pájaros. Una mancha daba sprints violentos a través de la pared. Permanecimos inmóviles, ojos al techo, hablando de amantes asesinos y películas. Maria me preguntó si había visto una donde la pareja de forajidos pernocta en un motel en medio de la nada americana. El tipo sale de la habitación en la mañana, con camiseta y el pelo engominado, para tratar de arreglar el Cadillac. La tipa lo espera sobre la cama en lingerie de encaje y tacones bermellón, fumando con boquilla. Alguien golpetea la puerta. La mujer rueda el pomo y Willem Defoe irrumpe vestido de cuero negro. Los flequillos de su chaqueta tintinean. Echa una meada en el baño y luego arrincona a la tipa, amenazando con cogérsela como un conejo.

–Vámonos de motel a motel a motel –concluye.
–Aquí solo hay posadas, honey bunny.
–Posada a posada a posada.

La mano de Defoe le aprieta un pezón y luego se posa en la entrepierna de la tipa, quien solloza de excitación. Su boca de carmín, muy abierta, roza la espantosa boca de Defoe, un par de encías gordas llenas de dientes infantiles, sarrosos. Pero Defoe desiste de la masturbación, se separa y se va por donde vino. La tipa queda turbada, llorando a lágrima suelta.

–¿Hay moteles en Alemania?

La mancha se desplazó de nuevo. Un tuqueque.

–No como en las películas –hizo como un suspiro.

En la tarde recorrimos otros hoteles de la zona. Pateamos la avenida Río Negro en sentido norte, empalmamos con la Evelio Roa y seguimos hasta el final en sentido este. El Gran Hotel Amazonas lo mismo podía haberse llamado Edificio Verde Plastilina o Parafernalia Aborigen. Se salía de nuestro presupuesto. Agarramos un autobús que nos paseó por la calle Atabapo en sentido oeste, hasta la intersección con la avenida Orinoco. Nos bajamos y caminamos calle arriba, pasando de largo por el Mercado Municipal. Una colección de locales o seguidilla de boquetes cuadrados o súper nichos donde los parientes se movían en cámara lenta, borroneados por el vapor.

Conseguimos cuarto en un hotel llamado Hot L. La recepción era una fosa de vidrios ahumados y persianas entrecerradas. Desde su interior un rótulo de neones delineaba sus letras. Maria dijo que la dueña tenía sentido del humor, puesto que decir L caliente era decir hombre en celo. Al acercarme detecté unas cuantas moscas obnubiladas entre el aviso y el cristal. En medio de Hot y L había una E, sin moscas, muerta como una piedra negra o una esquirla de carbón. La forma del edificio más bien recordaba una herradura, una C o una U, dependiendo del tipo de fuente y como se le mire. Tenía ocho pisos sin ascensor. En el patio interno estaban dispuestos varios tendederos de ropa.

Fijen las ventanas con seguro y cierren muy bien la puerta del cuarto en la noche, nos avisó la mujer de la recepción. Y nos aconsejó que no miráramos hacia fuera. No se refería a posibles atracos sino al mar de ratas (sic). Tienen invadida la ciudad. Hordas de ratas que salen a rumbear, se rió.

Dejamos nuestros bultos en el cuarto, un tercer piso si no me equivoco, y bajamos a cenar. Ella se comió un pasticho, yo una arepa mixta. La lunchería estaba medio llena, alguien canturreaba con una guitarra acústica. Algunos se animaban a cantar o aplaudían efusivamente solos, pero se podía hablar con tranquilidad.

–¿Y cómo termina la película?
–Mmm –subrayó una esfera con los ojos–. Olvídalo. Es demasiado peligrosa.
–Habla, te lo ordeno.

Hizo un movimiento veloz y preciso con el brazo. Aplicó fuerza, no demasiada. Me tenía agarrado por las bolas:

–A-dor-mir –y las exprimió un tilín más.

Despegué los ojos varias veces durante la noche. Se colaba el ruido constante de una tormenta de granito. Una vez fui a orinar y me asomé por la ventana. Creí ver una alfombra que se contorsionaba sola, epilépticamente. Los tendederos bailaban frenéticos sin franelas ni pantalones. Eran como mástiles o astas guapeando ante los embates de la marea, la sórdida prueba de que existía algo antes del deslave animal. Miles de ratas crepitando libres en la noche. De vez en cuando una que otra se estrellaba contra la ventana o la puerta, sonaba como un pelotazo. Me imaginé liquidándolas, mis manos accionando una Uzi. Mis manos dirigiendo un mortero, sus municiones emitiendo flatos de gas mostaza. Mis manos peinando la zona con un lanzallamas. El sonido de un helicóptero que se hacía patente. Contemplaba el agujero negro del cielo y caía una escalera. Trepaba por ella con una sola mano, la otra sostenía el lanzallamas, con el que achicharronaba algunos focos rebeldes. Una pirueta me daba el impulso necesario para terminar de escalar y Maria piloteaba la aeronave lejos, lo más lejos que podía.

No sin esfuerzo me volví a dormir. Aparecí en la lunchería. Llamé al de la guitarra y le tarareé una melodía. Dijo: cómo no, cómo no. Yo le hago la segunda voz, me previno, como un bolerito. Cantamos ¬«Blue Moon Kentucky», «Love me tender» y «Love me».

I would beg and steal
Just to feel your heart
Beating close to mine…

Well, if you ever go,
Darling I’ll be oh so lonely,
Begging on my knees
All I ask is please, please love me


4. En el autobús de regreso, Maria me cantó una canción alemana, algo melancólica. Me habló de un lugar en su país que se le parecía muchísimo al Cerro Perico, donde habíamos pasado todo el día. Una montaña atrofiada como el pico de un loro. Le pregunté que si habían moteles cerca de allí. Dijo que sí, pero me aclaró que lo que ellos llamaban moteles era una suerte de vecindad de mini chalets, o visto desde arriba, unas cuantas cabañitas espolvoreadas en una pradera. Y yo le dije que recordaba un par de lugares montañosos donde había visto moteles, que en realidad eran tiroteles de lujo. Pensé que no sabía de qué le hablaba. Pero se rió con los ojos y volvió a hacer su movimiento de brazo. Esta vez no quería dormir.

La cabina iba tambaleándose a oscuras. Un corillo de muchachos a nuestras espaldas comenzó a reírse y a patalear y a gritar. En algún punto de la carretera se activaron las luces del pasillo, hora de merendar o ir al baño. Conseguí ver que eran adolescentes. Solo una minoría no iba con la frente recubierta de comedones y pústulas de pus activas. Un obeso de epidermis ceniza parecía ser el líder. Dominaba y proponía los temas de conversación. A la cabeza un matorral de rulos, a duras penas sujeto por una liga. Deicide, podía leerse en su franela, que sin querer se le abombaba a la altura de las mamas, pero él volvía a alisársela inútilmente. Había una suerte de bufón, de extensa chiva cónica, que exponía mil variantes de la misma invectiva: el mejor metal es facho o indigenista, que es otra forma de ser facho. Todos asentían, sin embargo al intervenir cada uno con sus ideas quedaba claro que no estaban de acuerdo. Solo se acoplaban en la gama de negros y marrones de sus ropas o uniformes. Intentaban sonar malandros y nada gallos. Luego me volteé pero ya era imposible no seguir oyéndolos. Dijeron Sepultura, dijeron Animal, dijeron Brujería. Alguien dijo Resistencia y oí un palmetazo. Volteé y el líder mantenía el brazo erecto, la mano en forma de garra. Temblequeaba. El bufón tenía las palmas abiertas, como animal indefenso. El resto se deleitaba con el acto de tortura. Creo que era una extirpación de corazón a causa de un sacrilegio: apreciar una banda inferior y confesarlo. El gordo Deicide tenía la mirada penetrante. Dos pepas abultadas, salidas de sus cuencas, algún descontrol glandular. Elevó su garra con el corazón palpitante (y sangrante) del bufón, pronunció un rezo en algo como latín y lo echó por una ventana del autobús. Todos explotaron de la risa.

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