Te odio, Eloisa

Victoria Sequera




Siempre le pareció que su nombre era como de juguete sexual inflable, como de muñeca pervertida, como de video en computadora adolescente. Si una colegiala se inclina despacito, con su faldita de cuadros, a recoger un lápiz sin flexionar las rodillas, seguramente se llama así: Eloisa. Antes de meterse a puta era actriz. En lo que duró su carrera, llegó a ser: una "señora del pueblo", un arlequín, una bartender que decía "¿En las rocas?", un pez espada, una "Mujer 2" y un pie gigante de goma espuma para una publicidad de talco. Ad honorem, por supuesto.

Eloisa es, en sí misma, una propuesta indecente. Eso lo supo Nandor, el húngaro, el mismísimo día en que le dio por ver cómo se baila salsa en "El Callejón de la Puñalada". Tampoco es que ella bailara tan bien, pero con ese sexappeal atrofiado que tienen todos los pelirrojos, cualquier par de nalgas latinas lucía como una apoteosis de piel que ni Eros, ni Afrodita, ni Baco, ni nadie. Por eso se metió en ese antro, para que las voluptuosidades le sacaran los demonios.

El húngaro la miró de espalda y pensó que tenía culo de mujer agachada. Se paró, le tocó un hombro, la miró fijo, le metió 200$ en el sostén y le inclinó la birra para que brindara con él. "Utállak", le dijo con toda la lascivia con la que se le puede hablar a una mujer, y a ella el hambre le apretó tanto el entrepierna que se quedó quietecita, con el dinero en las tetas, esperando el momento en el que se la "Utállak" en el carro, o de "Utállak" mutuamente, o lo que fuera que le hubiese dicho el fulano gringo ese.

La amó obsesivo-compulsivamente en la habitación 32 del motel "El Dragón" durante unos 1600$ más. Pasaba lo mismo todas las malditas noches: llegaban y el recepcionista manoteaba y les hablaba un montón de paja en mandarín hasta que Nandor le gritaba "UTÁLLAK". Entonces, pasaba la tarjeta de crédito y entregaba la llave como por arte de magia. A esas alturas, el húngaro ya no quería 16 minutos de embestidas continuas para pasar el rato, no, lo que quería era comérsela viva. Quería desnudarla, acostarla y convertirse con ella en un entretejido humano sin nombre. Pero no podía. Mientras tanto, el chino de la recepción, también tenía un buen rato con la boca hecha agua. Quería asesinarla, picarla y convertirla en esas bolitas de carne humana, bañadas en salsa, que uno por convención social decidió llamar "pollo agridulce". Nadie nunca ha ido a un funeral de chinos.

Duraba poquito y ella no sentía nada. De este lado del mundo -las habitaciones se alquilan dos horas por la misma razón por la que se compran varias vueltas en las montañas rusas: que uno aguanta más de un vértigo. Pero nada, no pasaba ni un ratico y Eloisa ya estaba inmóvil, oyéndolo machucar frases post-coito en el inglés de las películas porno. Seguro el problema era ese, que ella no hablaba ni "papa" de inglés y el húngaro no lo entiende nadie. Que, entre sus piernas, no había "Oh, my God" ni "Eat my pussy" que valiera los furores uterinos. Que a Eloisa le gustaba el español, le gustaba que se la cojieran, así con "J", gargareando la saliva, y que le comieran el coño, así con "Ñ", con el tabique fruncido. "Ai don laic inglich" le dijo un montón de veces. Ni el inglés, ni el húngaro, ni el chino. Pero nada, "Utállak" y le daba la espalda, porque no podía hacer más nada.

Pasó más de un centenar de veces. "UTÁLLAK", "UTÁLLAK", "UTÁLLAK" y Eloisa guardaba el dinero y abria las piernas. Dieciseis minutos, "Ai don laic inglich" y el húngaro arrecho se daba la vuelta. Igualito siempre, menos la mañana 193, en la que un cuerpo bermejo amaneció junto a Eloisa con una nota amuñuñada dentro de la boca. ¡Te mataste como un maricón, maldita sea!, le gritaba ella mientras lloraba y le golpeaba el pecho con una cajita de Lexotanil. Los pelirrojos se enamoran para siempre y los hombres valientes se pegan un tiro, a todo el mundo le enseñaron eso, menos a Eloisa, que sólo sabía lo segundo. Se puso la pantaleta, agarró el resto de sus cosas y bajó corriendo a pedir ayuda porque todavía respiraba. "¿UTÁLLAK? ¿UTÁLLAK?", preguntaba el chino desesperado que tampoco hablaba un carajo de español.

Se escapó, caminó durante tanto tiempo y tan pensando en nada, que es incapaz de contar qué fue lo que le pasó durante -por lo menos- el siguiente mes. Sólo sabe que ahora trabaja en tanga y topless por entre los autobuses que quedan en el terminal de La Hoyada y que, en la puerta de la nevera, tiene pegado un papel arrugado y ensalivado que dice "Utállak, Eloisa". Después de todo, y aunque no lo entienda, ella y el húngaro tenían eso en común: Utállak, Eloisa. Nandor, por su parte, seguro está en un lugar mejor después de que el chino subió corriendo a "salvarle la vida" con un coleto, un machete y un pote Tupperware. ¿Hay algo más aterrador que un chino cagado de la risa?

UTÁLLAK, por cierto, significa "Te odio"

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