El motel de los asesinos

Fedosy Santaella


Violentos y frágiles
Armando le dijo que escuchara, que se quedara quieta, que escuchara lo que le iba a leer. Lucía, entre sonreída e inconforme, dejó lo que estaba haciendo y se acostó en la cama, junto a él, el codo en la cama, la mano en la mejilla.

Habían llegado al hotel Santa Teresa la noche anterior, trasnochados, embotados por la fiesta del matrimonio y con los cuerpos desarticulados por el cansancio. Apenas entraron en la habitación, se tiraron en la cama y se pusieron a contemplar aquel espacio que les gustó por amplio y lujoso. Las fuerzas le alcanzaron para cambiarse y para ver unos minutos de televisión. Se levantaron al día siguiente, a las diez de la mañana. Aún entre las sábanas, Lucía le dijo a Armando: «Por fin libres». Él sonrió y la abrazó. Ya bajo la ducha, Armando intentó hacer de sus manos un par de veletas perdidas sobre el mar sinuoso de Lucía, pero ella lo detuvo con delicadeza. «Ahora sólo quiero besos», se excusó, y él no se opuso. Salieron y dieron algunas vueltas por los alrededores de la plaza Santa Teresa, llena de luz en sus cuatro esquinas y franqueada siempre por carruajes tirados por caballos. Después se metieron en un pequeño restaurante de comida típica. Almorzaron y, a la salida, Armando compró El Universal. Volvieron al hotel sin mayores desvíos. Querían descansar, ya tendrían tiempo para adentrarse en la maravilla de aquella ciudad colonial, y también para el desenfreno sexual de costumbre. En la habitación, Lucía se puso a revisar la guía de restaurantes. Buscaba un lugar bueno y cercano para cenar. Armando se puso a leer el periódico, y a poco se quedó dormido. Cuando despertó, Lucía estaba a su lado y lo veía a los ojos. Armando la besó en los labios. «Han pasado tantos años», dijo Lucía, y Armando volvió a besarla. Luego ella se metió en el baño y se duchó otra vez. Él buscó el periódico. Al rato, Lucía se sentó en la cama en panties y sin sostenes, peinándose el cabello mojado. No tardó en ponerse de pie y en empezar a buscar la ropa de la cena. Armando le dijo que había encontrado una crónica terrible y al mismo tiempo fascinante, y le pidió que la escuchara. Empezó a leer, pero Lucía entraba y salía del baño, cada vez más vestida. Desconcertado con el ajetreo, Armando le pidió que se quedara quieta. Lucía se acostó en la cama y ahí fue cuando él pudo leer con calma.

La noticia había ocurrido en la ciudad de Popoyán, capital del Valle del Cauca. Ella preguntó si sabía dónde quedaba eso, y él dijo que no, que ellos estaban en Cartagena de Indias, ciudad del norte que daba hacia el atlántico, y que no sabía más que eso. Siguió leyendo. Una pareja había fantaseando durante meses con un trío. Dos mujeres, un hombre, típica fantasía masculina. Después, aquel juego pasó a ser una posibilidad. Habían estado viendo videos lésbicos en distintos sitios de Internet, y ella se había ido acostumbrando a la idea de dejar que otra mujer se le metiera entre las piernas. Una tarde se fueron para un motel y llamaron a una chica prepago. Cuando la chica llegó, ellos ya habían tenido sexo varias veces, excitados, locos con la idea. Desnudo, intentando calma, él explicó lo que querían. La chica debía gatear sobre el cama hasta las piernas de la mujer, y meterse allí, a besar, lentamente. La chica se quitó la ropa, se inclinó sobre la cama, se puso en cuatro y empezó a moverse hacia la mujer. Cuando llegó a las piernas, cuando empezó a bajar besando, la mujer se puso nerviosa. El hombre quiso saber si la mujer estaba bien, pero ella temblaba, apretaba los labios y soltaba gemidos que no eran de goce, sino más bien de miedo, de miedo de animalito con ojos brotados. El hombre no sabía qué hacer; algo no estaba bien, lo sabía, pero al mismo tiempo estaba muy excitado, y por nada del mundo se atrevía a interrumpir la escena que tanto le fascinaba. La mujer, al borde del estallido, empujó a la chica con las piernas. La chica cayó al piso, se arrastró hasta su cartera y trató de sacar algo, pero el hombre, dominado por el instinto de una ira callada, se le fue encima y la pateó. La chica gateó hasta una esquina y allí se ovilló. El hombre revisó la cartera y encontró un potecito de gas pimienta. Se fue contra ella, la haló de los cabellos, le alzó la cara y le aplicó el gas. Ella se llevó las manos a los ojos y pegó gritos histéricos. La mujer, también de pronto enfurecida y temerosa del escándalo, dio saltos hasta chica. Con cada cachetada le ordenó entre dientes que se callara. La chica, por el contrario, pidió ayuda a gritos. La mujer y el hombre comenzaron a golpearla y a patearla. En cierto momento, dejaron de agredirla y se dieron cuenta de que había perdido el conocimiento. Intentaron reanimarla, la sacudieron, le dieron otras cachetadas. Incluso buscaron agua y se la echaron encima. No querían aceptar que la habían matado. Alguien empezó a darle golpes a la puerta, varias voces llamaron. El hombre y la mujer corrieron desesperados por la habitación, recogieron sus ropas, en su locura buscaban otra salida que no existía. Decían ya va, ya va, que ya les iban a abrir. Finalmente la puerta se abrió como si hubiera estallado y entraron los hombres de seguridad del motel, las mucamas y el gerente. Los de seguridad sometieron a la pareja, las mucamas pegaron gritos y el gerente corrió a llamar a la policía.

—Qué horror —dijo Lucía.
—Sí, ¿verdad? Qué violentos y qué frágiles somos —dijo Armando.
Lucía hizo unos segundos de silencio, como meditando, y luego preguntó:
—¿Por qué me leíste esa historia?
Armando también pensó otro tanto.
—No sé, quizás porque pasa en un motel.
¬Ella no dijo nada, se puso de pie y cambió el tema:
—Es hora de cenar.
Armando dejó el periódico a un lado y también se levantó.


Tregua en la cama
Cenaron en El Mercadito, un restaurante cercano al Santa Teresa decorado como un bodegón y con mesas distribuidas entre unos estantes repletos de delicatesses. La pasaron bien, pero no conversaron mucho. Quizás porque disfrutaban del ambiente, quizás porque así había sido siempre. Armando era por lo general callado, y Lucía respetaba sus silencios.

Después se fueron al hotel. Contrario a lo habitual, el sexo transcurrió sin inventos gozosos ni largas duraciones. Parecía haberse establecido entre ellos una especie de tregua a la agitación sexual. Abrazados, aún en la cama y sin palabras, se quedaron viendo la ventana grande de la habitación. En la oscuridad aún se veía parte de la muralla, y al fondo el agujero inmenso que era el océano sin límites. La ventana estaba abierta y entraba una brisa salada, reconfortante. Era como si unas aguas invisibles llenaran y atravesaran el mundo. Se separaron en silencio, como temerosos de despertar alguna bestia abisal, y en silencio se vistieron con sus piyamas. Ella cerró la ventana. Cuando regresó a la cama, él apagó las luces.


Cielo de agua
Cartagena, afuera estaba Cartagena. Y el desayuno del hotel, que era delicioso y tenía lugar en el área de la piscina, arriba, en la azotea del hotel. Por un lado, los techos antiguos, un campanario, el cielo azulísimo que se hacía agua en la piscina, ondas rutilantes, frescura; por el otro, muy a la distancia, los edificios modernos, altos, extraños en el contexto cercano de la ciudad amurallada.

Sin miedos a las hipérboles, se dijeron que aquel era el mejor desayuno del mundo. Arepa de huevo, pandebono, huevos con cebolla y tomate. Luego se fueron a la habitación, a cepillarse los dientes, a buscar las cámaras. Lucía lo besó de lengua antes de salir. Armando le agarró las nalgas, Lucía soltó una risita. Pero ambos, de mutuo acuerdo, dejaron el juego. Estaban listos para la luz del trópico, para las edificaciones coloniales, para los museos, para las divinas comidas de la ciudad amurallada. Afuera estaba Cartagena.


Hacer la muerte
Hacía unos minutos habían apagado la luz. Antes, ella había estado leyendo y él viendo televisión. Ahora, en la oscuridad, la voz de Lucía aleteó inesperada.

—La Muerte prefiere los moteles.
—¿Cómo? —dijo la voz de Armando, y luego su cuerpo giró hacia ella.
—Recuerdo a tus asesinos de motel y pienso que la Muerte prefiere los moteles.
Armando, ya frente a ella, sonrió. Le gustaba la invitación al juego de las palabras.
—De tantas muertes pequeñas, una muerte grande se acumula, ¿no?
—Los moteles son morgues que laten muertes vivas.
—Esa es una buena frase, mi bella poeta —admitió Armando, contento, y luego, ocurrente—: ¿Qué tal si hacemos la muerte?

Ambos se miraron, se lo pensaron y dijeron que no al mismo tiempo. El cansancio aún los derrotaba. Entonces se besaron, se dijeron hasta mañana y se dieron las espaldas.


Lobby zen y zapatos viejos
Afuera estaba Cartagena, sí. Pero también, afuera de la habitación, estaba el hotel. El hotel Santa Teresa, que era realmente encantador. Un antiguo convento rediseñado con gusto exquisito. Sentarse en el lobby, ver pasar a la gente, ser un testigo confortable del mundo era toda una experiencia zen. El ritmo del corazón bajaba, la respiración se prolongaba y una membrana tibia cubría cada poro de la piel. Estuvieron allí sentados largo rato, sonriendo embobados, sin ganas de hacer nada más; ni de subir a la habitación, ni de salir al sol, ni de hablarse. Era simplemente estar allí, en la recepción del hotel, ombligo del mundo, árbol eterno, sombra infinita.

En algún momento decidieron rasgar la película protectora, y se montaron sobre la ruta del castillo San Felipe de Barajas y de los famosos Zapatos Viejos. La fortificación quedaba lejos, pero animados de pronto con la ciudad, acordaron que sería bueno caminar. Una hora más tarde no sabían dónde estaban. Empezaron a discutir. Él le reprochó que ella no sabía leer mapas, ella que él era un necio que no hacía caso. Terminaron gritándose en una calle solitaria, húmeda y pegada a la muralla. Era la primera vez que se gritaban. Ella zapateó y se alejó. Él tomó la ruta contraria y a mitad de camino se devolvió. La tomó del brazo, ella se sacudió y volvieron a gritarse. Quedaron tensos, rojos, desorbitados. Nada más se miraban, se miraban con rabia. Ella empezó a llorar, se le tiró sobre el pecho; él la abrazó y la consoló. Ella lloró como jamás él la había visto llorar. Luego caminaron hasta una plaza y se sentaron en un banquito, a la sombra de un marañón. Ella se recostó de su hombro, él le pasó el brazo por detrás. Ella rompió el silencio:

—Yo no me esperaba esto, no me lo esperaba.

Él no dijo nada, y la atrajo hacia su pecho. Ella se dejó, y volvió a llorar.

—No puedo olvidar la historia del trío en el motel —dijo ella más calmada.
—¿Vas a seguir con eso?
—De verdad, no he podido olvidarla. Anoche, y también hoy, en el lobby. Me cayó encima, como si una luz quemante diera un brinco desde la nada. La veo a ella, ¿sabes?, a la mujer. La veo en blanco y negro, como en cámara lenta, golpeando. Su rostro, trastornado, apretado, feo. Lo tengo ahí, muy de cerca, como si yo fuese su víctima, la receptora de su furia y de sus golpes. Y todo esto ocurre en silencio. Es un silencio que muerde, que me aprieta el cráneo, que enloquece. Prefería escuchar los gritos. Los gritos de ella, los míos…
—Mi amor, ya te dije que yo sólo quería contarte algo que me pareció interesante. Discúlpame, de verdad.
—Un asesinato en un motel.
—Sí, lo sé… Pero olvídalo, no es nada. Deja todo eso atrás.

Él puso su mano bajo el mentón de ella, y así alzó un poco su cara.

—Todo va estar bien, mi amor. Todo va estar bien.

Ella soltó una risita.

—Como dices tú, yo sólo quería.
—¿Qué querías? A ver, dime.
—Ver los Zapatos Viejos. Parece que están justo detrás del San Felipe.
—Los Zapatos Viejos, ¿más que al castillo?
—Sí, más que al castillo. Los Zapatos Viejos son una bonita metáfora de lo que se fue y ya no es. Querer a Cartagena, la alguna vez heroica, es igual a quererla como se quieren a unos zapatos viejos.

Él pensó en las palabras de ella, y luego dijo, reflexivo:

—Oye qué bonito. Qué bonito y qué triste.
—Así dice el poema de Luis Carlos López.
—Querer lo que fue grande como se quiere a unos zapatos viejos.
—Sí, así.

No dijeron más y se pusieron de pie. Caminaron hacia la muralla tomados de las manos. La subieron y siguieron sobre ella, en silencio, lentamente, ya separados.


La tina de los inquisidores
Se enfrascaron en un par de discusiones más. Un día, ella propuso comer en el hotel. Armando se molestó muchísimo. No tenían tanto dinero así, dijo, estaban recortados con los gastos; debían ahorrar. Desde el inicio, le recordó él, habían acordado que ahorrarían en los almuerzos o en las cenas, pero que nunca, en toda circunstancia, irían a restaurantes muy costosos. El del hotel, sin duda, lo era. Lucía tuvo sus argumentos; dijo que la Luna de Miel no se repite dos veces, que debían disfrutar, que habían esperado demasiado por aquellos, y que además el hotel era magnífico. Armando no negó nada de aquello, pero habló de nuevo del trato previo. Ella lo llamó cuadrado; él descocada, y casi estuvieron a punto de gritarse de nuevo. Al final, no cenaron y terminaron molestos sobre la cama, sin hablarse. Y sin sexo.

La otra discusión, más inocua aún, se produjo al día siguiente y frente a la tina de los inquisidores en el Museo Histórico. Acababan de enterarse que una de las maneras de detectar si una mujer era bruja o no era sumergiéndola hasta la muerte en aquella tina de agua pesada. Se consideraba que los poseídos por el demonio eran más livianos, pues habían perdido los gramos del alma; así que si la mujer flotaba en aquella agua pesada, era porque había tenido tratos con el demonio. Si permanecía en el fondo, muerta de todos modos, se declaraba su inocencia.

Armando, le susurró a Lucía:

—¿Y si hacemos esa prueba contigo?

Ella soltó una risita y también dijo en voz baja:

—No me hables tan de cerca, tienes mal aliento.

Armando no replicó, pero ya en calle, volvió sobre el tema:

—Con que tengo mal aliento.
—Sí, lo tienes —dijo Lucía descarnada.

Armando dijo que nunca antes ella le había hecho tal acotación. Pero claro, como ahora estaban casados, ella se creía con el derecho a decir cualquier cosa. Luego agregó que el matrimonio transforma a las mujeres y las vuelve serpientes. Lucía se enfureció y le espetó que el matrimonio efectivamente transforma, que convierte a los maridos en niños llorones y dictatoriales. Estuvieron a punto de gritarse otra vez, pero la calle reventaba de gente y además caminaban a paso apresurado hacia cualquier parte, intentando huir de la furia que llevaban por dentro.

Tampoco tuvieron sexo al acostarse. Pero en la madrugada, Armando se despertó y empezó a moverse inquieto sobre la cama. Luego se sentó de su lado, dándole la espalda a Lucía. Ella despertó y giró hacia él.

—No puedo dormir —dijo Armando sin esperar la pregunta. Lucía se limitó a acariciarle la espalda—. Ahora soy yo el que piensa en el motel. Ahora soy yo quien ve. Pero yo lo veo a él, golpeando, mostrando los dientes, rugiendo.

Lucía no dijo nada y le pasó los dedos por la espalda. Luego, él se acostó, muy pegado a ella. Se entrelazaron mudos, casi culpables, en un duermevela que no los dejaría saber si el sexo ahogado que tuvieron formó parte de lo real o de un sueño borroso.


La muralla de Cartagena
El resto de los días que les quedaron pasó sin mayores quebrantos. Pero aquella paz tuvo que pagar su precio. Fue como si cada quien se hubiera ido a vivir dentro de sí mismo, dentro de una Cartagena aérea pero inexorable en su muralla de silencios. Los paseos y las comidas relucieron con la tranquilidad cansada de aquellos que fueron a la guerra juntos, y el sexo hizo su aparición sólo la última noche antes de su regreso a Caracas. Más que sexo fue un ajetreo torpe que buscó acabar en breve y que breve fue. Después se quedaron en silencio, y se durmieron, sin hablarse.


Destino final la morgue
Llegaron a Caracas el domingo siguiente a las doce del día. A su apartamento en Santa Fe Norte, a las dos y media de la tarde. Dejaron las cosas, y casi huyendo por acuerdo tácito de la pesada intimidad del apartamento, decidieron salir a comer algo. Armando manejó, pero en lugar de ir a un restaurante, agarró la ruta de El Rosal y se metió en el primer motel que encontró. Lucía se mantuvo hierática.

Entraron a la habitación besándose y tocándose como locos. Se desnudaron sin más, se echaron en la cama y empezaron a hacerse las mil cosas que les gustaba hacerse, a ratos con desesperación, a ratos lentamente, siempre hurgando cada intersticio, siempre tocando, lamiendo, disfrutando. Una hora, más de una hora. En eso estuvieron, sin parar, sin hablarse, sólo moviéndose sobre la cama, descansado un poco pero igual tocándose. Tras el último orgasmo en conjunto, se quedaron tumbados sobre la cama, exhaustos. Se vieron, se miraron fijamente como no se habían visto desde Cartagena, y comprendieron.
—Estuvo como antes, ¿no? —dijo Lucía.

Armando asintió con la cabeza.

—Cuando todo era clandestino —respondió Armando, luego desvió la mirada hacia el techo. Ella buscó su mentón con la mano y lo hizo verla de nuevo.
—Casarnos fue un error, ¿verdad? —dijo Lucía. En su voz no había reproche, y sí mucha ternura.

Armando no respondió, no hizo ningún gesto.

—Matamos algo, somos como los asesinos de tu noticia —continuó ella.
—Sí, matamos la fantasía, la hicimos realidad —respondió Armando.
—Lo que había era esto, ¿no?

Armando tardó en responder. Luego susurró:

—Sí, esta muerte llena de orgasmos.
—Los moteles son morgues —dijo ella.
—Sí, morgues que laten muertes vivas —dijo él.

No hay comentarios: