Olor agrio

Mario Morenza


B-5
Enero 2006

Lo único consistente en mí, a parte de mis muelas, y mis muslos, y mis miedos, era ir a la Santo Domingo Savio todos los domingos por la mañana. Así haya llegado a las cinco de la madrugada de alguna fiesta. Ahora mi relación con Dios es inexistente. Eso me temo. Cuando le llamé a las misas funciones religiosas, sabía que algo se resquebrajaba como un vitral. No, mamá, no, no iré más a esas funciones religiosas.

Cuando me sacaron del tiempo, también me sacaron ciertas creencias que tenía. Como si me hubieran volteado y zarandeado para vaciarme toda por dentro. Las esquirlas cayeron al suelo. Aparecí en un hotelucho de Sábana Grande. Había un olor agrio en el ambiente y el bullicio de los buhoneros aplacaban lo agitado del aire: se escuchaban como un animal herido, que rezongaba. Las cortinas me dieron asco. Tenían manchas marrones y jirones deshilachados. Revisé instintivamente las sábanas para comprobar si estaban en las mismas condiciones. Al frente había un edificio lúgubre, que acaparaba todo el hollín, todo el smog, de la cuadra. La mayoría de las ventanas estaban rotas. Parecía un escenario de Irak. Los que me drogaron tuvieron la decencia de cubrirme con una sábana.

Ayer vomité toda la noche. Mi padre ignora que estoy embarazada. No veo a mi novio desde el jueves. Ya me es imposible ocultar esto. No, mamá, no, el hijo no es de Ricardo. Es de la Burundanga.

Salí de la habitación del hotelucho. Una señora me provisionó ropa. Vi que la sacó de un closet. Me dijo que siempre tenía “provisiones” para estos casos. Usó esa misma palabra. Desde ese día, es la palabra que más pronuncio. Es una necesidad. Un respirar semántico. Un mantra.

A Joaquín, mi primo de Maracaibo, le pasó lo mismo. Sólo recuerda a dos tipos que se acercaron. Lo tomaron por los hombros y más nada. Apareció en una plaza. Sin zapatos. Frente a él, una familia de guajiros lo veía imparcialmente, como debe ser la mirada de un juez o de un árbitro en un partido de volleyball, uno de los pocos deportes por equipo que aún no ha sucumbido al negocio de masas. Se despertó escuchando el tañer de las campanas de alguna catedral. Ir de misa todos los domingos fue un hábito que aprendí con él. Ahora ambos podemos fundar una asociación sin fines de lucro. Algo así como: Víctimas de la Burundanga. El humor siempre me ha salvado la vida. Estoy picando fondo. Besando el fondo. Me espera el otro hemisferio de la histeria. Un terremoto con réplicas indefinidas. Dios mío, no recuerdo nada. Me extirparon la memoria. Me amputaron un pedazo de cerebro, como si le hubiera caído una bomba atómica a mis neuronas y hubiera acabado con ese pasado atroz. En esas horas se resumirán mis próximos meses. Nueve. Tengo dos amigas que abortaron. Una se vio grave. La otra como si nada, como si se hubiera destripado un barro. La primera escurrió su sangre por los pasillos de algún hospital del que nunca supe sus siglas. La segunda se fue a tomar un helado por Plaza Venezuela y a escurrir lágrimas sobre un mantel con rastros de quemadas de cigarrillos.

Yo tengo una de esas dos posibilidades. El anticonceptivo que uso merece una demanda. Pero, no. Sería un escándalo. Sólo recuerdo que salí un momento de El Muelle Azul, el local en el que estaba con unas amigas. Tenía hambre. Muy cerca de allí, hay como tres carritos de perrocalenteros. Compiten entre sí. Y luego se piden cambio de billetes. Uno de cincuenta mil por dos de veinte y uno de diez mil. Tenía unas cervezas de más. Tenía unas hambres de más. No recuerdo más nada. De allí. A esa cama que rechinaba apenas moverme.

Desde la madrugada estoy eligiendo palabras. Un casting de frases. Necesito pensar cómo le diré a Martha. Las palabras de mis diccionarios escasean. Digo, las palabras destinadas para las confesiones. ¿Se habrán caído al suelo cuando me zarandearon? Por supuesto, Martha es una de las chicas que abortó. La del helado. Se practicó el aborto muy cerca de su casa. Puedo decirle a mi madre: Mamá, me voy de vacaciones. Martha vive sola. Tal vez puedo estar con ella unos días. ¿Tres? ¿Dos? ¿Una semana?

Ahora cuando tengo más necesidad de creer, mi fe me abandona. Seguro terminaré en una de esas iglesias pentecostales. Fanática de Jesús, como si se tratara de un cantante de rock. Y eso es lo que me provoca. Rock. Un whiskey amargo en las rocas. Irme a la playa. Al malecón de La Guaira y quedarme dormida en los peñones, hasta que los cangrejos me piquen y me arranquen los dedos de los pies. Con sus tenazas. Con su furia y su caminar huidizo y dislocado. Me provoca escribir en la pared el sueño que tuve anoche. Y empotrarlo en la pared, ya que como no puede escuchar, al menos sí se puede escribir en ella. Mi sueño fue el siguiente:

Estaba vestida con una bata blanca, con las que visten a las mujeres que son detenidas en la televisión, dudo que aquí tengan esa hospitalidad. Había muchas mujeres. Recuerdo que el que atendía u organizaba era travestido. Todas íbamos hacia él, nos alineábamos en una gran fila que ascendía por las escaleras de un edificio empedrado y albino, sin rastro de pinturas ni graffitis impertinentes, de paredes porosas, cuando no venidas abajo, las ruinas de algo más grande. Había una mujer con el cabello rasurado, repartía potecitos de agua y con éstos, instrucciones de cómo uno tomarla o echársela encima. Sé que había mucho calor en el sueño. Cuando la mujer estaba justo frente a mí, se sintió un estruendo, un estallido. Apareció desde una nube un ave mecánica. Nuestros dientes crujían cada vez que aleteaba. Planeó por encima de la estructura en la que estábamos y luego se metió de nuevo en su nube, que había avanzado poco, movida por el viento, hacia el este. La mujer rapada dijo: Ese es su nido, y allí están sus crías. Me miró a los ojos y recuerdo que los suyos eran violeta pura, un violeta índigo producido por alguna aleación químico orgánica. Me preguntó: ¿Quieres agua para tomar o para echarte encima? No recuerdo qué le respondí.

Desperté sudando. Las sábanas estaban empapadas. Pensé que me había orinado.

Sé que tomaré algunas pastillas para los nervios esta noche. Mejor visito a una bruja. Le pregunto qué significado puede tener mi sueño. Qué me depara el futuro. Qué me hará daño para el estómago cuando tenga cincuenta años. Qué me matará. Qué hombre me desgraciará la vida (de nuevo). Qué nombres tendrán mis hijos deseados. Qué me hará daño cuando cumpla sesenta. Qué piensa mi padre de mí. Qué piensa Ricardo de mi padre. Qué piensa la madre de Ricardo de mí. Qué permanecerá igual si decido hablar. Qué me conviene más: ¿ir a la iglesia los domingos o subir El Ávila?

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