Esto no es un matadero

Ricardo Ramírez Requena



Marta ve la llegada de los habituales y de los nuevos. Los ve desde su silla, en un intersticio entre un piso y otro del Motel. Rostros expectantes, a quienes se les ve el jadeo, las ganas, el alcohol, la coca, los condones rotos, y también rostros que asumieron el cansancio de la noche y se retiran a un solo abrazo, lento, y luego el sueño hasta mediodía, más serenos. Sabe por los andares y lo que llevan, si son fugaces o pretenden extender la residencia hasta la última hora permitida. El que se baja rapidito a pagar y buscar la llave, ese teme, está en algo, la jeva anda bajo perfil, buscan el polvo de una noche o los varios, acostumbrados, del infiel. Los que llegan con calma, cerca de medianoche, se acomodan en la barra y se beben dos azules frías, son irreverentes, no temen nada o se quieren sin vergüenzas. De unos sabe que los verá salir antes del alba, corriendito, muchachas maquillándose rápido, retocándose, acomodándose el sostén, y el tipo ajustando la correa. Sabe de otros que escuchará las duchas cerca de la una, risas, de nuevo la carne mojada haciendo asiento entre las cerámicas de la ducha, y con la crema con que el hombre bañe a la muchacha el cuerpo se encenderán de nuevo las hogueras. A éstos hay que llamarlos siempre, retrasan la lavandería. Llegan con bolsos, botellas de agua, ensaladas de Miga´s, potes de Nutella. Llegan con botella de vino, llenan botellitas de agua en la entrada, traen su muda de ropa.

Marta sabe que hay una poética de Motel y ella la respeta. Tiene cinco años en esto, recogiendo sábanas con restos de semen o de sangre, con cabellos, rastros, piezas que dejan, botellas de plástico, toallas enchumbadas en el piso del baño, televisor encendido. Una escena de CSI, de película de los cincuenta, de ciudad de frontera. Respeta la poética del Motel pues ella la ha hecho suya. Ha aprendido con el tiempo las ventajas del trabajo. Sabe, cerca de las dos de la mañana, que habitaciones quedan vacías y cuáles no. Sabe cuales reservarán para los escapados de la noche. La crisis ya no da para que se llene el Motel en una noche. Ni siquiera con alquileres por hora. Así que desde hace 6 meses se aprendió la movida. A golpe de 3, se cantan la zona y las mujeres van durmiendo por turnos de dos en las habitaciones vacías. A veces, alguna se roba algo de abajo o simplemente se aparece con una caleta, unas 4 birras que quedaron en el fondo de la nevera, prende la tele y mira porno con la que le toque. Poco a poco se quedan dormidas. Es un guinde apenas, no más de dos horas, pero ayuda a soportar el desvelo. Desde hace tiempo, todas trabajan también de día en otro lado, no es solo la champa de la noche en el Motel. Se relajan, se beben las birras, se ríen con el porno, comparan los miembros con los de sus novios, se arrechan por lo imposibles que son las mujeres de las pornos, se duermen.

Carmen rompió las reglas un día. Se empató con Beto el de la barra, y una vez se apareció el tipo recién abriendo las birras con brillo en los ojos. No supe que hacer. Me fui al baño, Marta me dijo “uno rapidito chica” y me encerré ahí. Marta no gime. Beto no hace ruidos. Solo golpetear de cama contra el piso, solo sábana frotándose. Y de fondo el porno. Me asomé por el vidrio del baño, el que suele tener a una tipa desnuda en él, y miré a través del vidrio. Imitaban a la porno. Si ellos cambiaban de posición, ellos también. No pasan de dos posiciones, Beto no dura mucho. Y yo no estoy dispuesto a esperar demasiado. Con el tiempo, me acostumbré. Me bajaba las pantaletas, me sentaba en la poceta, orinaba, y más de una vez me quedaba dormida. Venía Carmen luego a despertarme muerta de la risa.

Un día hubo un error. Nos metimos en un cuarto que estaba ocupado. La muchacha con el miembro del carajo en la boca, él con el susto brinca, ella se sorprende y se tapa. Nos quedamos como muertas. Pensando que nos pajearían, les regalamos las birras, sin decirles nada. Salimos. Toda la noche con miedo. Toda la noche y más, eran de los que amanecían. En la silla, me quedé, para variar, dormida. A mediodía me pararon para que estuviera pilas. Los vi salir. Me vieron salir a mí. Pero no eran ellos, sino gente de otra habitación. Era Beto con Josefina, la de la caja. Entendí porque Carmen no se quedó en el piso. Entendí porque no volvía. Luego de recoger las sábanas, la busqué. La encontré en la lavandería. Los ojos rojos. Los hombres son así, tú lo sabías. Sí, lo sabía. ¿Pero tan perro es que repite las mismas poses que hacía conmigo con esa tipa?, ¿No podía hacer otras?, ¿No podía ser otra película? Esa era la mía chica. Mira, el me regaló la porno. Yo practicaba vale. Ya me estaba convirtiendo en una mamita. La entendía. Le dije que nos vengaríamos.

Dos semanas después, a mediados de quincena, el Motel estaba lleno solo por la mitad. Carmen se escondía, pero sé que vio a Beto subir con Josefina. Nos metimos en el cuarto del frente. Saqué un alicate, y fui jalando el cable del Directv. Lo conecté a otro decodificador que tenía. Le di play. ¿Qué hiciste? Cambié la señal, ahora no hay porno. Carmen se reía. Sin parar. Desenfrenadamente. Al final me mira: a él solo con porno se le para, me dice. Le puse comiquitas, le respondí. Vimos que estábamos en la habitación de la pareja a la que pillamos sin querer y estaban las 4 birras en una esquina, tapadas por la cortina. Alguna nueva no las vería cuando limpió, suponemos. Salimos del cuarto y mientras las enfriábamos abajo decidimos la suerte final. Llamamos a la mujer de Beto. En media hora estuvo aquí, le dimos la llave. Al avanzar por el pasillo, vi brillar el revólver. Corrí y la detuve, poniéndome al frente. Esto no es un matadero, me escuchó decirle. Gracias, me dijo, al entregarle la manopla. No importa la sangre, gritó Carmen, abriendo la lata de cerveza. Mañana le toca la lavandería a Josefina.

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