Motel Jalapeño

Juan Carlos Zamora



Los moteles son sitios que, casi siempre están ahí, al lado del camino, en espera de alguien a quien se le accidente el carro en mal momento, o de alguien que es perseguido por unos rufianes, o, simplemente de quien busca un sitio donde darse una refrescante ducha mientras, al otro lado de la cortina, le espera un hombre disfrazado de tierna viejecita con un largo cuchillo en la mano (esto último es lo más común que la gente busca en un motel según las encuestas de opinión). También existen estos sitios para escarceos o encuentros del tercer tipo… o segundo tipo o tipa, dependiendo del tipo de… ay ya me perdí, olvídenlo, mejor sigamos con lo del motel. Les decía que… ¿qué les decía?, ah sí, que muchas son las historias de moteles y que ésta es simplemente una más y comienza así:

Hace muchos años, en Haití, convivían dos castas, los “Creados” y los “Fabricados”. Los primeros existían gracias a las artes y polvos (mágicos, quiero decir) de Houngans y Mambos; los segundos, surgieron debido a un error, sí, un error: los científicos como siempre buscaban la manera de curar alguna estúpida enfermedad y terminaron creando unos seres enfermos y un tanto estúpidos que arrastraban los pies, babeaban, balbuceaban y comían cerebros. En realidad los primeros hacían todo eso menos lo de comer cerebros; ellos simplemente, trabajaban sin recibir paga alguna, por lo que no tenían para comer ni ir al cine o para salir a tomarse unos tragos de formol; los segundos tampoco iban al cine pero los buscaban para trabajar en él, sí, en películas de bajo presupuesto donde unos seres enfermos y un tanto estúpidos que arrastraban los pies, babeaban, balbuceaban y comían cerebros peleaban contra grupos comandos armados hasta los dientes y donde había una tipa bien buena que siempre les pateaba el trasero como le daba la gana. Al finalizar el rodaje, como ya no quedaba presupuesto, dejaban que se comieran a los extras y a los actores menos conocidos. A veces, buscaban a los primeros (espero que lleven bien la secuencia de quiénes son los “primeros” y cuáles son los “segundos” porque ya me volví a perder) para que limpiaran todo el set.

Pancho se vino de allá, cansado de vagar por las calles sin objetivos ni metas claras. Todo era borroso y confuso para él. No entendía nada ni sabía a qué casta pertenecía ya que, como en toda historia, Pancho era el producto de un amor imposible, ciego, desmemoriado, paralítico, secuestrado, “deliafiallano”, “teveaztecano”, y mayamero (casi le ponen Rodolfo Alberto en lugar de Pancho). El pobre Pancho era hijo de una criada, perdón, de una “Creada” y un “Fabricado”, y esto en la isla era, era… imposible…

Pancho creció viendo cómo los “Fabricados”, llegaban, murmuraban, acosaban, destruían, alborotaban, comían y se iban, sin modales ni educación, ni cubiertos; pero Pancho no era así, o al menos, no quería serlo. Tampoco quería trabajar por nada –como los “Creados”-, esto no le parecía bien, en algún momento leyó acerca de un fulano “Socialismo del Siglo XXI” pero, no entendía eso de trabajar para pasar hambre y andar desnudo. Pancho era, diferente… y es que, llegó un momento en el que dejó de deambular, asustar, destrozar cosas, labrar surcos en la tierra o cargar cajas porque (¡¡¡tá taaaannnn!!!), como ya se habrán dado cuenta, Pancho aprendió a leer (¡¡¡tá ta ta taaaannnn!!!)

Sí, a Pancho le enseñó a leer (ayudada por la magia supongo) una sacerdotisa llamada Mama Donna, que era virgen y materialista, pero eso es otra historia; lo cierto es que en una oportunidad, Mama Donna miró fijamente a los ojos de Pancho y entre tanto vacío y fría soledad logró darse cuenta de que él era diferente… (¿Esto ya lo dije?, recuerden llevar bien la secuencia porque suelo perderme muy fácilmente).

Pues bien, Pancho se dedicó a leer pero, recuerden sus limitaciones, por eso es que a veces pierdo, eh perdón, quise decir, él perdía la secuencia de lo que estaba leyendo y pues, confundía algunas cosas; fue así entonces como, inspirado en Robinson Crusoe y sus viajes alrededor del mundo en ochenta días, construyó una balsa pequeña de madera con unos guacales que robó de una tienda y la llamó “Jalapeño”, ya que por todos lados tenía impresa en rojo esa palabra. Una vez listo se lanzó al mar, a la aventura, pero no llegó a Brasil, ni a África, sino, por estos lados, por acá mismo, cerquita…

¿Se acuerdan de esas historias de Hombres Lobo y Vampires (en ingles suena más fino, a ver, digan “Vampires Diaries”, ¿ven qué fino suena?) en las que algunos personajes intentan resistirse a su propia naturaleza? Lo mismo le pasó a Pancho, pero claro, después de llegar y establecerse, porque una vez en tierra firme, el siguiente paso fue buscar qué hacer y dónde vivir.

En su cabeza oscilaba sin cesar la palabra “cerebro” y Pancho lo relacionó con “memoria”, así que empezó por ella para ver si le venía alguna buena idea y, ¡zas!, “El barril de Amontillado”, “El fantasma de Canterville”, nada de esto tenía que ver con moteles pero, ¡qué maravilla!, igual le vino a la mente y así lo decidió, a eso se dedicaría, a administrar y atender su propio motel, y es que a fin de cuentas, de eso trata esta historia, de moteles (no olviden mantener la secuencia). Una a una fue armando las piezas, recolectando un poco por aquí, otro poco por allá, deambulando de un lado a otro (de algo le valió finalmente), y cuando estuvo listo, justo encima de la entrada principal, colocó una de las tablas de la desarmada balsa, precisamente una de las que decía “JALAPEÑO”…

Y ahora sí, retomemos aquello de “cuando la naturaleza ataca” y recuerden que por los huesos de Pancho corría el calcio de los “Fabricados”, y por eso era que la palabra “cerebro” no abandonaba su a veces dispersa memoria; estaba ahí, en sus vísceras, en el polvo de su raído traje, en su aliento putrefacto. En algún momento sucumbiría, eso estaba claro, como también el que a pesar de sus orígenes pues, él había adquirido algo de cultura, de manera que, si era menester dejarse arrebatar por sus bajos instintos, al menos no lo haría como uno de esos seres enfermos y un tanto estúpidos que arrastraban los pies, babeaban y bla bla bla bla bla bla…

Pancho había leído acerca de un tal doctor Quiroga que a través de no sé qué extraño método, logró crear unos diminutos bichos que vivían en plumas con las que se rellenaban almohadones, estos bichos chupaban la sangre poco a poco del infortunado que incautamente reposaba su cabeza sobre el almohadón y a los pocos días yacía enjuto, indefenso y a disposición de ser hasta engullido enteramente sin que hubiese dolor, sufrimiento, ni culpas porque total, ya estaba, muertito porecito.

Pancho aprovechó una oferta, compró doce almohadones por el precio de seis, y por haber llamado ya, le regalaron las sábanas, ¡pero esperen, hay más!, también le obsequiaron, una herramienta trepanadora de cráneos, ¡guuuuaaaoooooo!

“Motel Jalapeño. Recueste su cabeza y, descanse en paz”. Así rezaba en los panfletos que misteriosamente aparecían esparcidos por el camino y en la parte posterior un sencillo mapa que facilitaba la llegada al lugar. Sobra decirles que nunca hubo quejas, la gente recogía el panfleto, llegaba al lugar, conseguía la cama muy bien tendida y como estaban tan cansados, enseguida recostaban su cabeza en el almohadón y, a los pocos días, ya ni para qué acordarse.

Pasado el tiempo y como es normal, los lugareños comenzaron a entretejer e inventar historias. Que si el motel está embrujado, que si un tal Hemingway o un fulano Wilde estuvieron allí y después no se les vio más, que si en las noches podía verse deambular por los alrededores del motel a un ser enfermo y un tanto estúpido que etc., etc., etc.

Pero les diré algo, ustedes no hagan caso, simplemente, si andan cerca y se sienten cansados o se les accidenta el automóvil, miren al piso y recojan uno de esos panfletos, que yo los estaré esperando…

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