Sófocles y la culpa

Kira Kariakin



Se sintió culpable. Se sigue sintiendo culpable y no lo puede evitar. Cada vez que suben por La Panamericana hacia La Orquídea o Las Vegas, o se llega a Guarenas a Las Puertas del Este la culpa empieza a morderle el estómago. Ni se diga a la entrada del Aladino o de alguno de los Dallas. Mientras más céntrico peor. La culpa se le mezcla con la paranoia de que los vean. No es pacatería, o por lo menos no lo cree así. Pero es que andar robando ocasiones en la casa de los suegros o de sus padres sencillamente era demasiado riesgo, y aunque disfrutaba el apremio, con ropa encima pero en operación comando bajo la falda, un buen susto bastó y sobró –casi los agarran- para eliminar la mezcla de excitación y peligro a riesgo de vergüenza. Se acabaron un día los orgasmos concentrados, rápidos y ahogados en el estudio, el family room, el comedor y la cocina. Decidieron lo del motel ese día en que casi los sorprenden. Se fueron a un sitio que les recomendaron, un edificio viejo y desconchado, escondido por Chacaíto, pagaron y se fueron al cuarto en donde sólo había un colchón de semicuero gris, mal cubierto con una sábana sin esquineros. Ya no hubo prisa. Finalmente, se verían desnudos por completo, se sentirían desnudos. Allí empezó todo. La tristeza del sitio, la precariedad, le jugaron la mala pasada. O eso creía. Sí, lo hicieron rico. Se saborearon lento, él se introdujo en ella con calma, mirándose en sus ojos para siempre. En esa mirada se gestó la culpa que más nunca le dejó. Al terminar, se dieron una ducha rápida y fría, bajo el chorro de un tubo que salía de la pared, en un baño sin cortinas, ni espejo siquiera. Habían ido al propio matadero. Él no sabía cómo explicarle al doctor lo que sentía. Por supuesto, el amor estaba allí firme, pero la pasión murió ese día, en ese primer motel, sobre un colchón curtido y antihigiénico. Ese día, en el que se dio cuenta que esa mujer sería la madre de sus hijos y en que la ternura y el amor se le mezclaron con asco y prurito matándole la pasión. Ella se rió divertida cuando él le preguntó si no se sentía culpable de haber ido allí. Claro que no, le dijo ella. Con las ganas que se había tenido que aguantar de loquear en la cama, de gemir a todo pulmón, de tragárselo con hambre, de pasearse por todas las posiciones imaginables, en definitiva de putear con él, se moría porque se decidieran a ir a moteles y ahora estaba feliz. Claro, ese en particular, no era la mejor opción para las siguientes ocasiones. Y al decir eso, se carcajeó. Él le explicó al doctor con angustia que se habían paseado por todos los moteles conocidos a petición de ella, y que cada vez que llegaban a uno nuevo, le aumentaba la desazón. Cada vez más, el deseo se le dormía al entrar en una de esas habitaciones de camas inverosímiles y decoración barata. A ella todo el asunto le afectaba de manera contraria, se ponía como loca, desde hacerle estriptises, usar accesorios cada vez más audaces, hasta incluso sugerirle citar a una puta y probar de a tres. Esto último él se lo tomó a chiste, pero no hizo sino alarmarle por dentro. La quería, ella sería la madre de sus hijos ¿cómo es que le hablaba así y se le ocurrían esas cosas? ¿Será que cometió un error al llevarla a un motel? ¿Sería que sus ganas desinfladas era culpa de los moteles?

El doctor escuchaba compasivo sin quitarle la vista desde encima de sus lentes. El paciente esperaba una respuesta, con los ojos aguados. El doctor miró el reloj de pared y dio gracias al cielo por los cinco minutos que quedaban de sesión. Le tranquilizó sin darle aparente importancia al asunto, diciéndole que lo que sentía era normal por lo cercano de la boda. Y que se sorprendería de saber cuántos hombres estaban en su misma situación, pero que no lo comentaban. Que lo de su novia era algo pasajero, estaba explorando su sexualidad y que se asentaría poco a poco, sobre todo después de la boda.

El paciente le miró entre aliviado y aún perplejo. No estaba convencido, pero por lo que le pagaba y el aire de sabiduría que le daban las canas al terapeuta, decidió creerle. Se despidió hasta la próxima semana sintiéndose algo liviano.

El doctor se quedó solo, mirando al reloj, luego desvió la vista y se la clavó al retrato de Freud que reinaba en el consultorio. Pensó que quizás el mundo fuera más sencillo, si Sófocles no hubiera creado a Yocasta y a Edipo, y si el viejo Sigmund no hubiera sido austríaco en plena era victoriana. Ojalá los nervios fueran sólo nervios, suspiró. Pensó con lástima que ese muchacho una vez en casa con su esposa, iba a extrañar sus días de motel, cuando se activaran el resto de las tragedias griegas en la psique de ambos.

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