El peine de los vientos

Carla Duarte Vidal

(Opio de Carla Rippey)

 

Estábamos sentados en El León. Bajábamos del Escritorio con seis apellidos mantuanos todos los mediodías para comer algo y tomarnos una birra o dos. Nada me aburría más que los chistes de abogados contados por cualquiera de nosotros. Sin embargo, P. Palacios no parecía darse cuenta o se hacía el loco y se deleitaba contándonos su última adquisición, la cual releía primero en silencio y cuidadosamente en su Black Berry, para luego levantarse, cual estrella de monólogo de humor —mejor conocido como stand up comedy— , comenzar su función egocéntrica. Mientras hablaba y los demás le reían como hienas salidas del inframundo sus cuentos sexistas, homofóbicos o racistas, mi mente viajaba con cada una de las personas que hacía la interminable cola de caracol en el Consulado de España, en un intento de escapar de aquí rescatando la nacionalidad heredada gracias a un bisabuelo, abuelo o papá gallego, aunque nunca hubieran pisado Barajas y mucho menos supieran que así se les llama a las cartas por allá… “¡Aquí no se les llama, ellos vienen solos!”, terminaba su chiste Paleto en cuanto los otros leguleyos rompían en una estruendosa tormenta de carcajadas por un chiste de argentinos donde al pitillo se le llama pajilla y al fósforo cerilla. “Oye éste, Quira, te va a encantar.” “Coño, Pablo, que no me gusta tener que cagarme de la risa a juro.” “Es que es demasiado bueno, es de abogados.” “Échalo, échalo, hermanazo”, lo animaban los otros ovejunos. “Dice así: Estaba un litigante entrando a un motel con su amante…” “¡Eso rima!” “…cuando se cruza en el ascensor con el socio mayoritario de su bufete que a su vez venía saliendo de allí…” “¿Cómo va a haber un ascensor que no sea totalmente privado en un motel, cabeza?” “¡Shh! Cállate, en el Aladín el ascensor no es privado. Además, en esos establecimientos hay un código de ética en el que nadie conoce a nadie. Sigo. Se encuentran entonces los dos doctores en el ascensor del motel y se saludan. Buenas, doctor, dice uno. ¿Cómo le va, doctor?, contesta el otro. El caso es que uno está con la mujer del otro.” “¡Ño e’ la madre!”, exclama Perucho, otro de mis colegas, muerto de la risa, golpeando la mesa con el fondo de su Polar. “Na’ güevoná de mala leche”, acota otro, Lopecito, bajándose la de él fondo blanco. “¿Bueno, y entonces? Déjenme terminar, camaradas. El caso es que dada la incomodidad de la situación, el jefe le dice al subalterno: Doctor, yo no he visto nada y usted tampoco. A lo que contesta el joven: ¡Protesto! Perdóneme doctor, con todo respeto, pero no estamos en igualdad de condiciones, no sería un juicio justo; presuntamente yo no he empezado y usted, el otro implicado, se sospecha que ya acabó.” Las ensordecedoras carcajadas de mis compañeros de trabajo me hicieron maldecir mi falta de personalidad por bajar a tomar aire en compañía de esas bestias, y aún más el haber estudiado derecho en un país en el que nadie lee ni las leyes publicadas en Gaceta. Deseé con todo mi cuerpo estar en la fila para irme a San Sebastián otra vez y no volver nunca más a este conuco. Aquí la gente es cada vez más ignorante, y que no me vengan con cuentos de nuevos resentidos; mientras más universitarios o más clase media venida a menos, más enajenados y en la negación están.

Se empataron en una de echar chistes malos sobre moteles de carretera, burdeles y tiraderos. No sé si fue el calor del mediodía o las ganas de volver al País Vasco, pero mientras ellos parloteaban como guacharacas me acordé de mi querida Itziar y de la primera vez que fui a un motel. La conocí en La Concha cuando fui de vacaciones hace diez años. Era venezolana hija de vizcaína con donostiarra, ambos separatistas y extremadamente pacifistas. Sus padres habían decidido regresar por temor a las consecuencias del nuevo gobierno en Venezuela, quien según ellos era amigos de los etarras y eso ya era un mal augurio. Se los había dicho el navarro, dueño del restaurante del Ávila de la ikurriña. Itziar leía Obabakoak y se acercó a mí porque me vio en la mano Cuatro crímenes, cuatro poderes. Me habían dicho que si uno quería ser criminólogo tenía que leerse aquel libro. Cómo iba a imaginarme que en lugar de eso iba a terminar divorciando putas de lujo que no descansaban hasta desplumar a sus infelices e infieles maridos adictos a los albergues transitorios.

Después de hablar horas sobre la Venezuela que ella tanto añoraba, me preguntó: “¿Pero qué es lo que me dices que significa tu nombre, tía buena?” “Viene de Chiquinquirá, pana. Mi papá es maracucho. ¿Qué te pasa, tú eres venezolana o no?” “¡Soy, soy, pero no me entero, chavala. ¡Oye, que he vuelto hace tiempo!” “Bueno, que a mi viejo se le ocurrió ponerme nombre de Virgen y yo me lo cambié a algo que sonara más de pinga.” Alzando los hombros varias veces como sólo hacen ellos, igual que un pájaro a punto de volar me dijo: “¿Y sólo tienes nombre de santa o también lo eres?” Levantándome y sacudiéndome la arena blanquísima de la Bahía de Donostia le grité y salí corriendo. “¡Eso a ti no te importa, güevoncita!” Salió corriendo detrás de mí y me empujó. Caí acostada de espaldas y rodamos por la arena muertas de la risa cual escena lésbica playera de aquí a la eternidad. “¿Quieres ir a un Puti club que queda camino a San Fermín?”, me dijo. “¿Y qué es esa vaina, galla?” “¡Un sitio donde bailan tías, se bebe y luego se folla en unas cabañitas muy discretas!” Me levanté de una. “¿Pero… tú eres rara?” Con la sonrisa más bella que he visto en toda mi vida puesta de adorno en la mitad de la cara, me miró a los ojos y me dio un beso largo, larguísimo, rico, riquísimo en los labios. “¿Pero qué rara voy a ser, joder? Es para tener privacidad. Estar solas. Sólo eso.”

Pensé que no sólo iba a tener la primera experiencia sexual allende los mares de mi vida sino también gay, pero de jevas, por así decir.

Me tomó de la mano con una hoguera en la mirada igualita a la de Laura Palmer de Twin Peaks: fire walk with me y me llevó por una carretera que bordeaba el Cantábrico hasta una casa rústica con letrero de neón azul y rojo intermitente que decía “Lamiak”. Después me enteré de que eso además quería decir brujas en euskera. Pues el Lamiak era un matadero, pero también un bar en la casa principal con unas casuchas con entrada independiente en la parte de atrás. Sobre la barra había un montón de culos bailando, agarradas de unos troncos que fungían de bati tubos, mientras un poco de tipos babosos las miraban salivando a la vez que se tocaban la propia entrepierna. Seguimos caminando hasta el final y me sentí en una escena de Exótica de Egoyan con banda sonora de Mychael Danna de fondo y todo. La voz de Itziar apurándome me trajo de vuelta. “¿Y el tuyo qué significa?”, quise saber. “¿El mío qué?” “Tu nombre.” “Pues también es el nombre de una Virgen”, susurró. “La que mira al mar desde el campo de estrellas.” Nos miramos abriendo los ojos con cara de qué bolas y nos dio un ataque de risa. Seguimos avanzando e Itziar saludó con la cabeza a una tetona que sacó de entre sus pechos una llave con la que abrimos la puerta de la última de las decadentes cabañas. Al entrar, se veía un balcón inmenso desde el que se podía contemplar el mar y un cielo infinito todo iluminado como de luciérnagas enloquecidas. Me asomé y comencé a hablar sola e impresionada ante tanta belleza. “Caracas no tiene mar. Por eso la detesto. La odio. Es una cárcel. Está tan contaminada, que si quieres ver algo parecido a un cielo estrellado es mejor que mires a Petare desde la Cota mil. Caracas me deprime.” Mi nueva amiga me tomó el cabello por detrás, haciéndome una cola en la nuca por la cual me haló la cabeza hacia la espalda diciéndome en la oreja: “Ya no vas a estar triste.” Creí que iba a saber lo que era bueno y así fue, aunque de otra manera. Miré alrededor y me percaté de que no estábamos solas. Había algunos hombres y mujeres acostados, adormecidos. Quizás acababan de terminar una orgía, pensé. Pero estaban vestidos. Itziar comenzó a hablarme con cara de perversa: “Vas a ser feliz después de atravesar la puerta de las cien penas.” Kipling me hizo imaginar amapolas brotando de todo mi cuerpo. Miré con más detenimiento y pude ver las pipas metálicas hirviendo a borbollones. Nos recostamos en las tumbonas y me sentí en aquella escena de El Amante de Jean-Jacques Annaud que había visto años atrás y ella también. Eso lo supe cuando me dijo que me parecía mucho a Jane March y me sonrojé. Probé una y otra vez de la pipa de la oruga hasta que yo misma sentí cansancio y somnolencia, después un hormigueo divino. Me dejé caer y soñé en duermevela. Estaba tirando enfurecida con Marx y Engels en un montón de camas extrañas, en el Puerta del Este, en La Orquídea, Las Vegas y el Panorama. Pero Marx no era Marx y Engels no era Engels. Eran ellos, pero tenían muchas otras caras. Eran Cabrujas en los dos papeles de El Americano Ilustrado, Carlos Andrés “Les habla su presidente Pérez”. Era Leonardo Montiel Ortega cogiéndose a Pierina España en una telenovela de RCTV cuando yo tenía cinco años. Eran un montón de Chirinos enanos quienes me decían a coro una y otra vez mientras me penetraban con todo su cuerpo y con tal fuerza que me hacían venirme en un montón de orgasmos múltiples: “¡Boba! Eres de la generación boba, chica. Por mucho que estudiaste no aceptas que no hay ley que pueda con esto. La Revolución es el opio de los pueblos, por eso es rica, y salir de ella es una utopía, como peinar el viento.”

2 comentarios:

Unknown dijo...

Hermoso...

Anónimo dijo...

Divertido y genial.