Habitación para tres

Luis Guillermo Fránquiz



I
Alberto anda en una vaina rara. Eso es lo primero que pensó después de pasar el peaje de Tucacas. Se mostró indecisa entre un CD de Bebe y otro de La Niña Pastori. Daba igual. ¡Qué arrecho! Tanto que se cuidó de caer en este papelito y mira tú las vueltas de la vida. Como para tirar serpentina, pues. Y eso que se lo preguntó, una y otra vez, pero él lo había negado. Todo lo que quería era pasar un par de semanas frente al mar, alejado de todo, en un ambiente rústico, un motel a orilla de carretera. Como si esa vaina fuera normal. Es que debió haber sospechado cuando se lo propuso la primera vez, y ella que se jactaba de no caer en esas trampas del matrimonio. Pero su instinto no le fallaba: Alberto andaba en una vaina rara desde que se empeñara en escribir esta nueva historia. Ella se lo había creído, quiso darle el beneficio de la duda, pero es que el instinto no se equivoca.

Qué arrechera tan grande. ¿Qué se creía? ¿Que ella se iba a portar como las otras y bajar la cabeza? No, no, no. Ella iba dispuesta a poner los puntos sobre los palitos. Uno por uno. Ya estaba bueno de tanta paja. Es que todos los hombres son igualitos, ¿ah? Una como una pendeja les cría los muchachos, los alimenta, les lava la ropa, los consiente, y ellos no saben hacer otra cosa que joder. Puro joder. Y su mamá también, nojoda, que tampoco ayudaba. Cada vez que podía metía la puya. “No discutas tanto, mijita, que eso espanta a los hombres”. Eso era antes, coño, que había que hacer todo lo que el marido dijera. Pero es que la iba a escuchar. Tanta vaina de venirse para la playa tenía que ser porque estaba citado con otra, eso era. Lo que le daba más calentera dentro de todo era que le vieran cara de estúpida, ¡a ella! Segurito que estaban riéndose de lo lindo, mientras la imaginaban en Valencia, ocupada con los muchachos, cuidando el negocio; pero no la conocían.

Salivaba recreando en su mente el momento de la llegada, el encontronazo, la cara de Alberto con los ojos pelados, el balbuceo, las explicaciones baratas; todo lo que ella anhelaba era demostrarle que había escogido mal con quien jugar. Coño, vale, si hasta le exprimió la última gota esa noche, para que no viniera otra a gozárselo. Dejó que le hiciera de todo, lo cansó, se lo mamó, insistió hasta que quedó que no daba más. Ella sabía que eso evitaría malos pasos, bueno, al menos lo supuso, nojoda. ¡Coño, vale, que arrechera tan grande! Es que era cierto: el que se enamora pierde. A los hombres hay que tratarlos con el látigo de la indiferencia para que se jodan bien jodidos. Al momento en que una baja la cabeza, ¡zuas!, y a llorar se ha dicho. Es que ya le extrañaba tanta consideración, claro. El muy perro lo que quería era estar solo, nada más. Cayéndole a cuentos con que iba a escribir una historia nueva, que necesitaba espacio, alejarse un poco, silencio, algo de paz para escribir bien, que ella se quedara con los muchachos durante esas dos semanas, que él se lo iba a retribuir en grande cuando terminara. Nojodas.

Y pensar que Mecha había pasado por la misma vaina. Y ella tanto que la aconsejó, que no se dejara joder, que se levantara, que luchara por su niña, que no le diera el gusto al imbécil ese de verla destruida. Porque todos los hombres lo que quieren es verla a una arrastrada, haciendo lo que ellos quieran, sí, papi, sí, mi amor, como tú digas, tan bello. ¡El coño de su madre, nojoda! Pero no iba a dejar que Alberto le hiciera lo mismo, claro que no. Ella lo iba a agarrar con las manos en la masa, revolcándose con la puta esa, porque seguro era una puta. Ay, coño, pero deja que llegue, Albertico Paredes, deja que llegue.


II
Dime una vaina: ¿tú crees que estoy siendo injusto? De pana. No esperó una respuesta inmediata. Ese tipo de cosas hay que pensarlas bien, masticarlas con calma. Prefirió concentrarse en la línea del mar, en ese oleaje espumoso que tantas ideas le brindara en los últimos días. Pero ni el agua, ni la brisa, ni la arena que se pegaba a la piel dijeron algo. Qué arrecho, ¿no? Y lo peor es que yo se lo dije, antes de casarnos se lo dije: mira, Michelle, es bueno que cada quien tenga su espacio, su momento de soledad para reflexionar, porque a mí me gusta escribir, vale. Se lo dije de buena manera, se lo expliqué bien claro, y ella de pinga, que no me preocupara por eso, que ella entendía. ¿Ah? Mira la vaina ahora. Chasqueó la lengua antes de tomar otro sorbo de cerveza. Dirigió la mirada hacia la derecha y se fijó en los detalles del rostro, en la historia que contaban esas ventanas visuales. Pensó que todo podría ser diferente si pudiera estar aquí todo el tiempo que quisiera, sin conflictos, sin reclamos hormonales. Coño, vale, la escritura es una de las vainas más importantes que tengo en la vida; escribir me salva de la locura, de la cotidianidad, de los demás borregos citadinos. ¿Es tan difícil entenderlo?

Esta cerveza parece un caldo, dijo. Estiró la mano y removió el hielo para sacar otra lata. Lo que no quería era pararse de la hamaca. Decidió que viéndolo todo desde allí, la vida frente al mar era mucho más cómoda, menos enredada. Yo quisiera ser como esos escritores de antes, que se perdían y todo lo que hacían era escribir, puro escribir, nojoda, y vivían de eso. Ese es mi sueño, ¿sabes? Observó con atención a su acompañante, rememoró en silencio las discusiones literarias de la noche anterior, el debate, la conversación tan nutritiva. Y mientras la brisa soplaba de nuevo, él pensó que le habría gustado encontrar aunque sólo fuera una parte de esa misma comprensión en casa, así no tendría que escaparse a estos moteles de mal nombre frente a la playa. Sí, todo sería más sencillo. ¿Seguro que no te provoca una cerveza?

Michelle llegaría en cualquier momento, lo adivinaba. Se preguntó cómo debería enfrentar la situación, qué decirle para apaciguar sus tormentas, sus berrinches; aunque consideró decirle la verdad esta vez, confesarle que no estaba solo, que sí, que tenía razón, que ya estaba cansado. Lo único relevante era mantener la historia cociéndose en sus entrañas, no perturbarla, dejar que alcanzara su punto exacto para pasarla al papel. No era fácil. Desvió la mirada hacia su derecha, junto a la palmera donde estaba colgada la hamaca. Detalló los contornos faciales, las manos sobre las rodillas, el relato que se leía en su mirada. Las posibles imágenes iban y venían, como las olas en la orilla, sugiriendo más que mostrando, susurrando más que diciendo. Si tan sólo tuviera más tiempo, si al menos Michelle no viniera en camino, si pudiera cerrar los ojos y esconderse del mundo, de los gritos de su esposa, de los peos cotidianos, de los convencionalismos, y apenas ocuparse nada más de este ser que aparecía para salvarlo de la abulia, de la página en blanco.
Por un segundo se visualizó frente a su mujer, contándole todo, dejando que ella intentara asimilar la verdad de su interior, permitiéndole entrar en su mundo particular; pero de inmediato supo que Michelle no lo entendería. Muy poca gente lo hace. Es mucho más fácil echar mano del apelativo de loco, de desquiciado. ¿Qué pasaba si él escogía ser diferente, llevar otro paso? Alguna vez llegó a leer sobre eso, algo escrito en un poema. ¿Era de Emerson? ¿O Thoreau? Tenía que ver con marchar con un ritmo propio, aunque eso significara alejarse de los demás. Y él estaba decidido a hacerlo, por fin. Volvió a girar la cabeza para contemplar el rostro que lo acompañaba desde varios días atrás, sonrió.

Mira: es Michelle, dijo. Llegó el momento. Tú, tranquilo, no digas nada. No le des razones para empeorar todo. Lo importante es que tú y yo estamos claros. Mírale la cara. Los ojos. Camina con ganas de matarme, lo sé. Cree que se las sabe todas porque me encontró aquí. ¿Qué dices? No. ¿Para qué se lo voy a contar? Ella no lo va a entender, nunca lo ha hecho. Cree que no la quiero, que nunca lo he hecho. Pero es que Michelle no me entiende. Yo quiero que ella sepa que la vida no es en blanco y negro, que hay matices. Aguanta duro que ahí viene con todo. Mejor bajar la vista. Y no abrir la boca. Es mejor dejarla hablar. A las mujeres cuando están arrechas es mejor dejarlas hablar, no interrumpirlas, que boten todo. ¿Ves? ¿Estás oyendo? Verga, se le ocurre cada vaina. Ella ya se pagó y se dio el vuelto. Coño, Michelle, si tan sólo pudieras ver el mar como yo lo veo en este instante, maravillarte con sus tonalidades, bajar la tensión y escucharme por primera vez. Sí, chica, me provoca hablarte de esta historia, contarte del agradecimiento que siento porque al fin la inspiración ha vuelto; si pudieras ser mi amiga otra vez, como al principio, cuando todo era más fácil.

No. Concéntrate. Presta atención a lo que dice. Muéstrate conciliatorio. No quiero más peleas, más discusiones, más de tú dijiste y yo pensé; coño, si tan sólo la vida fuera más fácil. Tiene los ojos inyectados en sangre. ¿O fue que lloró en el camino? Qué peo porque me vine a este motel frente a la playa. Esa vaina no tiene segundas interpretaciones, vale. ¡Me gusta el mar, coño! Si pudiera ver un rastro de ternura en su mirada, una señal de disculpa en la parte de atrás. Y es tan cínica que ni siquiera voltea a verte, ¿te das cuenta? ¿Ah? ¿Te fijaste? Ella quiere que el peo sea conmigo, con más nadie; o sea, tú no existes. Mejor así. ¿Cuál otra mujer? Buena vaina, pues. Verga, pero qué cabeza tan dura. ¿Cómo va a creer que todo lo que quería era encontrarme aquí con otra tipa? Qué arrecho, pana, hasta tiene más fantasía que yo. ¿Qué coño importa que me viniera a este motelucho miserable? Lo único que quería era estar lejos de todo, de cualquier distracción. ¿Qué tan difícil es entender eso, pana? Qué lástima, Michelle, que no entiendas. Qué lástima que tuvieras que echarte ese viaje para nada. ¡Aquí no hay otra mujer, coño! Pero tú, tranquilo; de esta salimos fortalecidos. Es más, chico, se lo voy a decir, se lo voy a decir todo, vale. Ya me tiene hasta los huevos con su vaina. ¿Tú sabes cómo es la verga, Michelle? ¿Tú quieres que yo te diga con quién estoy aquí, ah?


III
La idea fue mía. Sí, lo confieso. Pero él no quiere que ella lo sepa. Incluso a él le cuesta aceptarlo, no lo tiene muy claro. Se le hace difícil ordenar las ideas. El pobre se confunde de vez en cuando. No es nada fácil convivir conmigo, lo sé. Nuestra relación ha sido ambivalente durante mucho tiempo. Algunas veces él se cansa y se retira; otras, soy yo quien necesita alejarse para vivir otras experiencias, cumplir otros roles. Pero siempre terminamos juntándonos de nuevo, como un par de enamorados adolescentes. Creo que sin querer ya nos hemos acostumbrado a esta situación; es como nuestra rutina particular, una ligera concesión a lo aceptado.

Con respecto a este motel, pues lo asumo también. Yo lo quise así. Lo que pasa es que a mí me gusta el mar, el aroma del salitre, el ronroneo del agua que no cesa. Lo del motel también fue idea mía. Tengo un extraño fetiche por estos sitios sórdidos, mugrientos, anónimos. Siempre me pregunté cómo sería interpretar un rol aquí, convertirme en una de esas personas que uno ve difusa cuando el carro pasa muy rápido, un destello humano apenas, una cara sin nombre, unos ojos queriendo contar otra historia. Y todo en un sitio que no conoce la permanencia, porque quien se atreve a quedarse no lo hace por mucho tiempo. Un motel es como una estación de servicio, un sitio de paso, un cartel con nombre desvaído, poco más.

Pero a mí me gusta. Y él no protestó cuando se lo propuse. Discutimos las posibles tramas durante varios días, acomodando otros personajes, sacrificando páginas innecesarias, corrigiendo mentalmente la sucesión de hechos. Ya casi. Pero la mujer amenaza con estropear todo. Ella no entiende la dualidad de Alberto. Su doble vida. No entiende que él me necesita más que a ella. Suena vanidoso. No tengo otra forma de expresarlo. La verdad es que la cara de Michelle ahora es todo un poema. Me gustaría saber lo que cruza por su cabeza, el amasijo de reproches e incertidumbres que se forman contra su voluntad. Pobre mujer: tan doméstica, tan acostumbrada a sus reglas fijas; y pensar que ha convivido con este hombre sin imaginar su laberinto, sus voces, sus reproches. Porque lo único que le interesa es la carne dura para atiborrar la sonrisa que esconde entre las piernas. Eso se sabe. Casi todas son iguales. De allí vienen los celos. Si todas las mujeres se pudieran quedar con el sexo de sus maridos guardado en una gaveta, no habría conflicto. No, nada de nada.

A mí eso no me interesa. Puede hacer con el cuerpo de Alberto lo que le venga en gana, que lo exprima si quiere; lo que hay en su cabeza es diferente. Eso sí me pertenece. Allí mando yo. Más nadie. Aunque Alberto no lo entiende todavía. Yo lo dejo divagar al respecto, que vaya y venga, lo importante es poder contar mi historia, que ponga a trabajar esos dedos inútiles para otra cosa. ¿Tú sabes lo difícil que es conseguir una mente tan frágil? ¿Tienes idea de lo que cuesta encontrar un cerebro receptivo y dispuesto a trabajar por uno? No, vale. Todo el mundo vive a la carrera, con estrés, sin prestar atención a los pequeños susurros, pendientes del sueldo, de la comida, de la delincuencia, de los desafueros del gobierno. Yo encontré mi receptáculo y la mujercita esta no lo va a arruinar con sus pataletas y berrinches. Él jura que ella prefiere no verme. Yo escojo que sea así. El asunto es con Alberto. Poco imagina, a pesar de todo, que su mujer está ajena a mi presencia, a mi influencia. Lo que significo es sólo para Alberto, allí dentro. En cuanto a la esposa, lo mejor es que se busque a otro. Que arranque de regreso porque en este motel no hay habitación para tres.

2 comentarios:

Ophir Alviárez dijo...

Me gustó, me perdí en la lectura y casi fue el él de la voz, otra vez...

Ophir

Luis Guillermo Franquiz dijo...

Ophir, agradecido por tus palabras. Un fuerte abrazo.