Golden Star

María Ignacia Alcalá



(UN PORTAZO. Y LUEGO DOS PAres de pasos que se alejan con lentitud.)

Su hermano menor fue el de la idea: comprar un hotel. Él al principio no quiso, le pareció que sería muy costoso. Para él hotel significaba flores frescas a cada metro, sonrisas pegadas en las caras, uniformes blancos, manteles blancos, ventanas blancas. Su hermano le explicó que no, que no era un hotel así. Iba a ser un motel. Un lugar de paso, sin lujos. Con espejos. Le dijo que él se encargaría de toda la remodelación, que tenía el negocio en la mano, que el lugar se llamaba “Golden Star”. A él se le iluminó la cara: la estrella dorada. Recordó aquel cuento que leyó en el periódico una vez y en el que había un viejo Chang que se encargaba de “La estrella de China”. Por un segundo se imaginó arrugado y soltó una risa corta. Su hermano menor insistió con ansiedad disimulada. Él dijo que sí, por qué no, qué más da.

(se oyen desde lejos unos tacones que ahora esTÁN CASI EN FRENTE Y LUEgo pasan hasta el otro lado del corredor.)

Lo que sabía de las reparaciones del sitio lo escuchaba a medias en conversaciones de su hermano con albañiles y cristaleros o lo veía en los estados de las cuentas conjuntas. Lo que sí sabía con certeza era que una profunda devoción, impregnada por su hermano, se respiraba en los trabajos que se le estaban haciendo al Golden Star. No entendía por qué.

(UNOS PIES ARRastran una bolsa plástica llena de sábanas sucias, pero paran cuando UN GRITO Y UNOS PASos rápidos llaman su atención.)

Él se decidió por fin a ir. Ya el lugar tenía unos meses funcionando y los números decían que iba bien.
Cuando entró no vio flores ni blancura. No estaba iluminado ni era lo que creía: sintió calma. Bostezó y pidió un cuarto. El recepcionista, que al igual que el resto de los empleados había sido entrenado para reconocerlo, le dijo que había una habitación reservada especialmente para él, en la que nadie nunca se había quedado. Le entregó una llave unida a un llavero de plástico grande y burdo. Se desplomó sobre la cama sin quitarse los zapatos. Se durmió al instante.

Lo despertó la voz de su hermano a través de la pared. Hablaba despacio, como si le doliera pronunciar palabras. Había también gritos de una mujer. Él, desorientado, se levantó, abrió la puerta y salió hasta el pasillo. Vio a su hermano menor metiéndose la camisa. Lo llamó y consiguió que volteara. Su hermano soltó una lágrima desde su ojo izquierdo. Una lágrima; nada más. Como si el otro ojo ya hubiese llorado. Ahora entendía. Recordó los tiempos en los que a él le tocó llorar sus últimas lágrimas y casi sintió otra vez el hueco que hace el dolor debajo del cuello. Le extendió la mano. Su hermano la estrechó y se fue con prisa. Él volvió a su cuarto y se sentó sobre la cama. Más tarde escuchó otra vez a la mujer y después un portazo.

(hay dos pares de pasos vacilantes que van acerCÁNDOSE CON DOS VOCES. LUEGO EL FORCEJEO CON LA CERRADURA, UNA CARCAJADA Y UNA PUERTA QUE SE CIERRA.)

Su hermano menor no volvió nunca al Golden Star. Se ocupaba de la administración con diligencia, pero no lo vieron más. Él por otro lado, empezó a quedarse en su habitación con más y más frecuencia. Cuando iba a salir de día, la luz le hería los ojos y adentro estaba oscuro y la gente sabía su nombre. Cuando era de noche, lo más lógico era ahorrarse el camino hasta otra cama. Los sonidos de las puertas y los pasos comenzaron a parecerle familiares. Algunos no se repetían, los de la gente que va sólo una vez. Otros, se hacían cíclicos, rítmicos, casi musicales. Y a veces, cuando le toca estar en su casa, le pide a un sirviente que camine y haga ruidos para que él pueda dormir sin insomnio.

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